Hay más vida bajo una suela de lo que crees.
Nacemos perfectos, casi sagrados, en una fábrica que no nos reconoce. Elegantes, finos, deseados. Nos presumen en catálogos y vitrinas. Somos un objeto de deseo. Pero apenas tocamos la maldita calle, comienza el olvido. Nadie te repara la piel herida o agrietada ni el cansancio que sientes de sostener un millón de veces tu peso.
El humano camina, corre y tropieza sin preguntarse quién está ahí, acompañándolo tan cerca del suelo.
Nos pisan sin culpa, nos arrojan al rincón más oscuro de la recámara sin ceremonia, y ni una sola vez nos agradecen el trayecto.
Sin embargo, algunos tenemos ¿suerte? Nos escogen una y otra vez. No por estética, ya gastada, ni por novedad. Es algo inexplicable y muy profundo.
Nos eligen porque nos hemos moldeado a sus ideales. Caminamos con sus metas y cargamos con parte de su historia.
Y es ahí donde empieza la paradoja: ser el favorito es también cansa.
No todo el amor cuida; alguno te consume, te desgasta, te rompe. Das el soporte que puedes y tu destino es la basura, no como castigo; es consecuencia natural del uso.
Pareciera que ser desechado es apenas un trámite, y no una forma lenta —y silenciosa— de morir.
Como si el desgaste fuera invisible… por ser predecible.
Y entonces lo entiendes:
no hay tragedia más honda que haberlo dado todo sin ser recordado.
Ser el sostén constante y no dejar huella.
Ser amado hasta romperte… y luego, no ser nada.
Incluso desde el fondo del olvido, o dentro de esa caja polvorienta o ese bote de basura donde ya no eres par, sino pedazo, algo en ti persiste: la forma que guardas aún conoce su pie.
La memoria de sus pasos sigue viva en tu cuerpo roto.
Quizá no seas eterno.
Pero fuiste camino.
Y eso, aunque nadie lo sepa, también es una forma de trascender.
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