El extraño caso de Pedro María de la Cruz Pérez Robles


Mi nombre es Pedro María de la Cruz Pérez Robles y estoy escribiendo esta carta con la esperanza de que alguien me ayude.

Me es difícil explicar, así que va desde el principio.

Desde que la vejez golpeó mi puerta comencé a vivir entre el polvo y los recuerdos como si fuera un mueble descuidado. Por fortuna, el dinero me sobraba. Contraté a una enfermera para que me visitara por lo menos una vez al mes para llevar un control de mi salud. Su nombre es Claudia, una mujer con bastante elegante, muy servicial y muy cuidadosa con todas mis cosas, sobre todo con el juego de llaves que le presté. Todo mi patrimonio está en sus manos, jamás confié en las sanguijuelas que son los bancos. Sus ojos parecen un par de limones difíciles de exprimir. Honestamente, no me importaba su vida personal. Siendo enfermera seguramente no tenía tiempo para tener pareja. Eso era seguro. Desde que tocó a mi puerta hace ya varios años, con mi anuncio en el periódico entre sus dedos, no conocí ser humano más leal que aquella mujer. La palabra “amistad” es muy peligrosa de usar, pero algo entre nosotros germinó, algo muy similar.

Su última visita no fue diferente a las anteriores y, como siempre, mi temperatura estuvo normal, mi análisis de orina estuvo normal, el análisis del colesterol salió normal, cada vez veía menos y escuchaba menos. Mi cuerpo estaba tan viejo como mis pensamientos sobre la muerte. Claudia me dejó unas pastillas nuevas, dijo que eran vitaminas y con que tomara una en cada desayuno no tendría de qué preocuparme. Seguí sus indicaciones por, no sé, tres o cuatro días hasta que desperté del mejor descanso de toda mi vida. No recuerdo la última vez que desperté con el rostro y la almohada llenas de mi saliva.

Abrí los ojos y la artritis se había ido, ya no me dolían las piernas, mi vista había mejorado bastante y sentí la vibración del canto de las aves como si me cantaran directamente en el oído. Estaba maravillado. Esas pastillas me habían regalado el gusto por vivir de nuevo. Me senté a la orilla de la cama y ya no me tronaba la espalda. En lugar de zapatos me puse mis tenis polvorientos y salí a correr alrededor de la cuadra como si tuviera 20 otra vez. Sentía que pronto me saldrían alas cada vez que cortaba las ráfagas de viento con mis manos. Quería recuperar mis últimos veinte años comiéndome las sombras de mi modesto palacio, en veinte minutos.

Cuando regresé a casa todavía me sobraba bastante energía. Miré mi pobre jardín de enfrente con mayor detenimiento. Había hierba alta y todavía se notaban mis malos tijerazos de la última vez que intenté podarlo. Ya sin temor a la artritis tomé mis herramientas de jardinería y me puse a arreglarlo. Mis pinos volvieron a tener forma de patos, mis girasoles ya no tenían hierbas a las orillas y mis orquídeas había recuperado su brillo. De la cochera saqué un costal de abono y lo regué con toda la calma del mundo con tal de asegurarme que cada planta tuviera su buena porción. Entonces pensé en qué sería de mí cuando muriese. No quería que me enterraran, no quería ser abono para plantas. Pude superar el fuego de las balas de la guerra, la muestre de mis padres, pero hay algo en la oscuridad que me rompe las piernas para implorarle a los ángeles clemencia divina.

Miré en mi reloj de muñeca la hora. Vaya sorpresa. Toda la mañana y parte de la tarde se me habían ido como tierra y abono que resbalan entre la mugre y los dedos. Estaba tan entusiasmado con los resultados de mi jardín que fui por la manguera para darles un poco de agua. Cuando abrí la llave recordé que en todo ese rato no había probado bocado ni bebido una sola gota de agua, y ni siquiera quería saciarme. Entonces guardé la manguera y todas mis herramientas, subí a mi recámara para darme un baño y cuando entré vaya sorpresa; sobre mi cama estaba mi cadáver.

Me asusté mucho porque me iba a morir, o mejor dicho, me morí, solo en ese colchón. Pensé que soñaba hasta que me armé de valor para tocarme. Mi mano atravesó la materia humana. Ahora, con furia, quise tocar mis piernas, mi pecho y mi cara, pero el resultado fue el mismo. No entendía cómo me era posible agarrar los objetos, pero no a un humano. ¿Es una debilidad fantasmal? ¿Un error de la metafísica? Entonces me dio igual, ya estaba muerto y eso nada lo remediaría.

Me senté a la orilla de mi cama y me quedé ahí durante dos semanas, viéndome y leyéndome a través de mi propio espejo. Es extraño ver cómo te estás pudriendo. Primero te inflas como papada de sapo y luego explotas como un sobre de cátsup. Esos días me enseñaron más sobre la vida, que lo que aprendí en ochenta y siete años.

De pronto me alertó un ruido que veía de enfrente. Un auto entró hasta la puerta de mi casa destrozando gran parte de mi jardín. Olvidé que estaba muerto y me enfurecí por lo que había sucedido. No retiré mi vista hasta ver a la persona responsable. Era Claudia. En lugar de vestir con su uniforme, traía puesto un abrigo negro hasta los tobillos como si el sol fuera a desaparecer en cualquier momento, dejando a su paso una nevada. En sus manos cargaba un estuche para trajes, pero hace mucho que yo ya los veía como algo incómodo e inútil. ¿Sería un obsequio? ¿Vendrá a renunciar? La furia desapareció y la preocupación por que me viera así aumentó cuando la escuché subir a mi recámara. Me paré en medio del pasillo y le grité para que se detuviera. Sin embargo, no tuve éxito. La vi entrar. Se puso frente a mi recámara. Me tomó del pie y lo meneó ligeramente de un lado a otro. ¿Señor Pedro?

Le empecé a gritar que estaba muerto. Era como si estuviera mirando una película de terror y la televisión no pudiera mandarle mi recado a la protagonista. Cuando mi cadáver no le dio respuesta, aventó el estuche sobre mi cara y se comenzó a desvestir como si hubiese llegado a un hotel de vacaciones; dejó caer su ropa al suelo y se metió a mi baño personal para darse una ducha. Vaya cuerpo que tenía esa mujer, sinceramente siempre me pregunté cómo luciría desnuda, y cuando la vi, entendí el vacío que provoca la muerte, y es muy diferente a lo que describen los poetas.

Estaba en shock. Quería enojarme porque no le importó mi cadáver, pero tampoco sentí el enojo. La felicidad que había sentido al despertar también se había marchado, no sé cómo sucede, pero ni llorar pude. Platón decía que el alma aparece cuando un ser muere. El alma existe dentro del ser, y cuando el ser muere, el alma también. Lo que no sabía es que la agonía del alma suele prolongarse más.

Cuando Claudia salió de la regadera sacó del estuche un vestido escotado, que le llegaba hasta la rodilla y de color rojo. De adentro del estuche sacó una bolsa de plástico gigante y comenzó a saquear todas mis riquezas. Se llevó mis joyas, mis ropas elegantes, mis botellas de vino, mi cartera, mis tarjetas de crédito y débito, y se marchó sin su bolso. Le solté un par de golpes a puño cerrado que ni siquiera los sintió. Le saqué mis llaves. Tenía que pensar rápido.

Cuando regresó por su bolso traía consigo una pala. La duda secó mi cerebro como si fuera una toalla y mis ojos comenzaron a seguirla por todo el lugar que pisara. Se abalanzó hacia mi difunta cintura frotando su nariz contra el cierre de mi pantalón. Por primera vez me sentí desnudo y sucio, así que abandoné la habitación. Me puse en cuclillas a un lado de la puerta y comencé a ¿llorar? No me salían las lágrimas, pero el jadeo y los espasmos estaban asfixiándome.

No sé si fueron minutos, horas o días. Mi mente buscaba refugio en cualquier otro lugar. Claudia salió de la habitación arrastrando mi cadáver con una de sus manos, y con la otra sostenía mi pene. Me llevó hasta el jardín en medio de la noche. Gran camuflaje para los depredadores. Tomó la pala y comenzó a hacer un agujero gigantesco detrás de mis pinos en forma de pato. Mis fantasmales piernas temblaron sin control y mi voz no podía salir de mi garganta. Entonces me arrojó como carnada a las profundidades del planeta. Por último, saqueó mi alacena llevándose algunas latas y el pene de un viejo como trofeo. Casi logro detenerla cuando le arrojé la pala estrellando su parabrisas. Jamás olvidaré su reacción. Supo que la vi. Aceleró en reversa y desapareció de mi vista.

Cuando se fue tomé un lápiz y una hoja de papel para redactar estas líneas. Al terminar, corrí hasta a la oficina de policía. La dirección de mi casa viene en el sobre con un juego de llaves. Las placas del auto de Claudia son xxxxx. No pido que encarcelen a Claudia, pero les imploro que, por favor, vengan a sacarme de este lugar. Quemen los restos de mi cuerpo. Liberen mi alma con fuego. Quiero olvidar que por un momento mi cuerpo estuvo nadando en las entrañas de la oscuridad.

Cuento publicado en Vence el Encierro, Mi México del Ayer · Noviembre, 2021.

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